sábado, 7 de enero de 2012

"HORIZON WAY"

Después de mi clase en el instituto, tomo el autobús para regresar a casa. Algunos conductores me sonríen mientras valido mi viaje en la tarjeta mensual. Siempre intento sentarme, aunque para ello tenga que ir hasta los últimos asientos, y tambalearme en el pasillo cuando éste arranca o, de repente, se detiene. Durante el trayecto, un sinfín de anuncios de paradas van sucediéndose. Aunque no presto atención a los nombres, pues voy hasta la estación, siempre escucho el nombre de una: "Horizon Way". Dejo de hacer lo que hago y miro las letras rojas que se iluminan en el panel como si fuesen nuevas.

Vía, camino, dirección al horizonte. No puedo evitar decirme a mí misma cuánto me gusta ese nombre. E imagino a su creador con la mirada perdida en los tonos difusos de un crepúsculo, en el contorno de una tierra entonces desconocida. El horizonte es como la palabra "mañana", nunca se llega a alcanzar. El horizonte y el mañana se redefinen con cada paso.

El autobús cruza un viejo puente oxidado; mi mirada se detiene, ahora, en el azul del mar.



miércoles, 31 de agosto de 2011

BALLENAS


Como cada abril, unas treinta y siete ballenas viajan desde Cuba hasta las aguas atlánticas de Provincetown, en Cape Cod. La colonia se asienta sobre una área rica en plancton y reside allí durante los meses de bonanza climática.
Tras unas horas de navegación en el barco "Hurricane II" , observamos a lo lejos el faro del cabo, aminoramos la marcha y la oceanógrafa empieza a explicarnos diferentes cuestiones acerca de las ballenas. Veo a los que me acompañan desenfundar sus cámaras de fotos, mirar a lo lejos con los prismáticos y, a los más rápidos, señalar el quebrar del agua de una aleta.
Ahora sí, la oceanógrafa nos da instrucciones claras: "a las diez". Todos nos movemos hacia babor, hacia el lateral izquierdo del barco. La primera ballena nada en dirección a nosotros mostrándonos su aleta y, por fin, se ondula lo suficiente como para que en el descenso, nos deje ver su cola. Tras esa exhibición fugaz de belleza, desaparece en la profundidad del océano dejando un rastro turquesa, el color del agua unida con el aire.
"A las dos", oímos. Ahora, una gran ballena agita las aletas laterales en un cálido saludo. Levanta la aleta, golpea el agua, la levanta de nuevo y la luz resplandece sobre el agua resbalándose en su gruesa piel, vuelve a golpearla... En el escenario de nuestro espectáculo aparece otro barco con observadores, ellos están más cerca del mamífero y aplauden y gritan. De repente, se hace el silencio y se alza ante nosotros un inquebrantable azul inmenso.
Nos repartimos en los laterales observando el horizonte durante algunos largos minutos. Frente a mí, se alza un gran cetáceo que ha saltado dejando ver todo su cuerpo. En el aire, la ballena gira sobre ella misma, cae y desaparece bajo el salpicar del agua y la espuma. "Oh, my Gosh", gritan algunos. Aunque tengo la cámara de fotos en las manos, no consigo fotografiarla, solo aplaudo emocionada uniéndome a los otros. Ha aparecido sin aviso, nos ha regalado una imagen inolvidable, y ha regresado al fondo del mar. Más tarde, nos acercamos a un grupo de tres. Nadan tranquilas, ondulando sus cuerpos y, a veces, expulsan aire haciéndonos estremecer con el bufido. Las expectativas de captar una buena imagen desaparecen en la distancia.
Otra ballena, "a las tres". Está muy cerca. Como si bailase, empieza a saludarnos con las aletas laterales: golpea el agua intermitentemente con el blanco de la aleta. Está apenas a dos metros del barco: puedo ver su abdomen blanco, el relieve que forma su piel alrededor de la boca, los detalles de sus aletas; se revuelve en el agua ahora turquesa y desaparece bajo nuestro barco.
Desandamos los nudos hasta el puerto de Gloucester, al norte de Boston, durante dos horas.


Para contemplarlas, invadimos su espacio, su hábitat. ¿Somos extraños para ellas? ¿Se saben protagonistas y por eso nos ofrecen saludos, saltos y casi un baile acuático? Quiero pensar que nada nos diferencia: somos seres vivos disfrutando de la inmensidad del océano, seres vivos disfrutando de nuestro tiempo.




Vídeo (disculpad el movimiento): http://www.youtube.com/watch?v=JYaVR5Wcaxg

Más imágenes: http://www.facebook.com/media/set/?set=a.10150244829033520.317964.628298519&l=bb919e3af7&type=1



jueves, 7 de abril de 2011

CASUAL CONFLUENCIA


Perseguí el momento. Estaba atardeciendo y podía ver los colores anaranjados al horizonte, entre las casas, a través de las calles. No estaba lejos de Charles River y sabía que, tan sólo a dos manzanas, podría observar el espectáculo crepuscular sin impedimentos arquitectónicos. Andaba deprisa. Sentía que debía atrapar el momento.

Junto al río, hay un embarcadero. Aunque ya no hay nieve, su paso ha dejado huella en la madera, en el desorden de las barcas sedientas, en la hierba amarillenta. Nostálgicas, las cosas anhelan su función: el crujir del pequeño muelle al son de las pisadas de los barqueros; el vaivén, el balanceo, la fricción del agua en los costados de las embarcaciones; la respiración de quiénes se tienden bajo el sol sobre el césped.

Bajé las escaleras a prisa y me acerqué al agua. ¡Cuántos meses el hielo me había privado de oír su canción! Al fondo, los edificios y el puente se ennegrecían a contraluz. Era el momento de detener el instante y capturar aquella mezcla de colores. Lo hice repetidas veces mientras seguía observando. Quería algo más.

Junto a mí, sentadas en un banco y en silencio, dos personas también dirigían sus miradas hacia el horizonte. ¿Dónde estaban sus pensamientos? Me coloqué tras ellos, a una distancia suficiente para que no advirtiesen mi presencia y les hice partícipes de mi crepúsculo. Me sentía como quién espía a través de una ventana, o a través de la mirilla de la puerta, como quién escucha una conversación en la que no ha sido invitada. Antes de enfocar y disparar, un corredor entró en la escena. No había sido invitado, pero estaba allí y debía aprovecharlo.

El resultado de la casual confluencia es el que veis; yo sólo salí a buscarlo.

sábado, 19 de marzo de 2011

RECUERDOS


Imprevisibles, cruzan por nuestra mente, iluminándonos un instante. Destellan y, fugaces, vuelven a su lugar en la memoria. Los despierta un olor, una canción, un lugar, el sabor del mar en los labios. Inevitables, sucumben con su fuerza arrolladora. Nos traen una tarde, una cara, un sueño, arena en los ojos. Después del fogonazo, a veces, intento hacerlos volver en su amplitud; entonces, se desdibujan los hechos, las circunstancias, los pensamientos, las palabras dichas… Cierro los ojos e intento derribar la pared del tiempo que me separa de ellos.

Recuerdo que había unas vías de tren cerca de la playa, como una línea divisoria entre nosotras y el mundo, entre aquel tiempo mágico y la realidad. Quizá el ruido metálico de los trenes al pasar amenizó nuestras confesiones, quizá nos permitimos soñar demasiado. Nadamos, pero nunca hasta la boya. Supiste convertir aquella tarde en poema; lo demás, es un fresco aguándose por la lluvia.

Recuerdo nuestras conspiraciones: nuestra extraña creencia de poder conseguir que las cosas sucediesen. Aquel niño mensajero que no sabía nadar, que aplaudía nuestros deseos desde la inocencia, que jugaba con el destino de los mayores. Quizá aquella tarde jugó al fútbol o con las palas en la playa, pero ya no consigo enfocar su sonrisa. Mi memoria es una cámara de fotos estropeada.

Recuerdo el coche mal aparcado, las llaves sobre la mesa, la manta del sofá, las baldosas blancas y negras del salón. Ya se han borrado las palabras exactas de las conversaciones. Se ha desvanecido el bronceado de nuestras pieles, la brillantez de los ungüentos aceitosos, la complicidad que hubo en un guiño.

Para combatir el olvido, algunos guardan posavasos, tarjetas de restaurantes, servilletas dibujadas… pequeñas insignias del momento, piezas perdidas de un puzzle inmenso. Otros, siguen un diario, anotan inagotablemente lo acontecido en su día. Me pregunto hasta qué punto dejan cosas en el tintero, ¿y si algo insignificante, omitido en la escritura, al cabo de unos días cobra significado? Los hay que no pueden recordar, que padecen la extraña enfermedad de borrarlo todo. Pierden su identidad, dejan de reconocer a sus familiares, olvidan sus raíces, y su vida se convierte únicamente en un hoy, como si renaciesen con el alba.

La memoria no entiende nuestras razones, es un entramado de conexiones tan inesperadas como ilógicas, capaz de ofrecernos detalladamente aquello que quisiéramos olvidar, de convertir sólo en boceto aquello que creíamos que recordaríamos siempre.

Los recuerdos permanecen en un viejo baúl sin fondo en el que, de vez en cuando, debemos revolver. Somos parte de lo que fuimos.

jueves, 24 de febrero de 2011

EQUIPAJE


Ligero o pesado, apenas dentro de unos bolsillos o en varias maletas… todos los viajes lo requieren. Su tamaño suele ser proporcional al número de días de ausencia en nuestro mundo. Bastan una cartera, un móvil, un ordenador portátil y unas llaves para una reunión de negocios en la ciudad vecina; una maleta de mano, si hay que pernoctar –neceser, corbata y camisa, pijama y ropa interior-. Se complica la elección si nos va a llevar más de una noche: ¿lloverá?, ¿hará frío?... Pero nada de esto importa cuando el billete de autobús, de tren o de avión es de ida y vuelta. Nuestras cosas, en la oscuridad de la casa cerrada y en orden, aguardan nuestro regreso.

Hace ya dos meses que mis maletas cruzaron el Atlántico en la bodega de un avión. Ahora, en un rincón del cuarto, esperan, vacías y sin prisa, otro momento de vida. No fue fácil acomodar el peso permitido al espacio disponible, y mucho menos decidir de qué iba a prescindir, qué iba dejando atrás por falta de capacidad. En una silla, se amontonaban los nuevos despojos.

Había empaquetado cuadros, fotos, medallas y diplomas, sábanas, toallas, discos compactos, revistas y libros. Iba vaciando la librería por orden de interés. Los últimos libros fueron los de los “poetas de la experiencia”, la “poesía figurativa o realista”: García Montero, Marzal, Gallego, Benítez Reyes… y también los que estaban dedicados: Rovira hablando de la felicidad y Margarit de la amistad, Julià o Benítez Reyes recordando un encuentro en un recital, Gallego rememorando una escapada literaria… No pude evitar detenerme en cada uno de ellos, leer uno o varios poemas, evocar momentos ligados a ellos. Y dejarlos suavemente en la caja aún sin precintar. Siguen acompañándome, aunque no han viajado hasta aquí.

En lo alto del Prudential, piso cincuenta, las cifras hablan de inmigración, estadísticas de soñadores o resignados. Fotos y maletas de madera ilustran la llegada de exiliados, de emprendedores o de derrotados. Quizá solo compraron un billete de ida, viajaron en preferente o durmieron en la bodega de un viejo carguero sin pasaje. Nadie sabe ahora sus razones y propósitos. Quizá soñaron muchas noches volver a sus hogares, porque, como escribió Mora, “hay cosas que no arrastra el equipaje”. ¿De qué llenaron sus maletas?


¿Qué sería imprescindible para un viaje tan solo de ida?

jueves, 3 de febrero de 2011

DILEMA


El lunes, el parte meteorológico advertía de un nuevo temporal sobre Massachusetts. Tercer día de nieve consecutivo en Boston.

A través de la ventana puedo ver juguetones copos de nieve cayendo en desorden: algunos veloces, otros desafiantes evitando la línea recta, todos sometiéndose a la fuerza de la gravedad. Parecen inofensivas pompas de algodón, precipitándose desde el cielo emblanquecido sobre la ciudad. Predomina el blanco sobre las calles, en el parque, sobre la capa de hielo que cubre el río, sobre la vegetación y los coches.

Cuando la nevada ofrece un respiro, la gente sale con los trineos al parque, construye iglúes y muñecos de nieve, toma fotografías. No les importa el frío, observan y contemplan tanta quietud.

Es una ciudad preparada, preparada para el sacrilegio de tanta belleza a favor de la necesidad. La simetría de los copos se olvida sobre el pavimento. Las máquinas quitanieves no descansan: mueven la nieve de aquí para allá, del centro de la calzada a los laterales, sobre los coches, las aceras, los buzones y las bicicletas amarradas a las rejas. En todos los vecindarios, alguien se ocupa de tender caminos a los viandantes, de abrirles paso en las aceras. Las montañas de nieve llegan hasta la altura de mis ojos. No hay improvisación posible en mi andar. A base de pisadas, los cristales de hielo se aguan y se mezclan con la suciedad de las calles. La blancura se vuelve tono marrón grisáceo. Ya solo es mugre en las zonas de paso, incomodidad en forma de charco.

Uno aprende a caminar de nuevo: pisa más firme, asegura cada zancada y gana en equilibrio. También, uno se instruye en el arte de cruzar los semáforos en rojo, incluso si para ello debe conseguir detener un vehículo con preferencia. Uno asimila no olvidar los complementos: gorro, bufanda, guantes, orejeras y botas de agua.

Ha dejado de nevar; los gansos del parque han iniciado su vuelo y pasan por delante de mi ventana graznando. Otros días, los he visto encogidos en el estanque, nadando entre el hielo, picoteando el suelo en busca de alimentos o andando desconcertados sobre la acera cerca de la puerta de mi casa. Quizá para ellos también es nuevo un invierno como éste. Quizá también ellos se debaten entre la belleza y la funcionalidad.

domingo, 30 de enero de 2011

RETOS


Los dictan los inicios: el curso escolar, un nuevo año, el cambio de estación. Los imponen, también, los finales: dejar una etapa atrás, superarse u olvidar un diciembre. Nos decimos a nosotros mismos dónde queremos llegar, y establecemos la línea ilusoria que separará los sueños de la realidad. Escribir un libro, sumar ventas, ser el número uno de un ranking, arrebatar unos segundos a un cronómetro, saltar más alto, escalar una montaña, tirarse en paracaídas.

Muchos se basan en la valentía, en la capacidad de aguantar la respiración y dar un paso adelante; otros, necesitan de la constancia, del trabajo conseguido tras la suma de los días. Colman de adrenalina unos momentos únicos: despegar los pies del avión, ver la tierra acercarse a una velocidad vertiginosa, apretar el botón de apertura. Premian su consecución con el júbilo, con la alegría de haber cruzado el límite: presionar las placas con fuerza para detener el tiempo que corre a la contra y leer un registro que habla, en formato numérico, de un logro. Todos ellos llenan de metas el palpitar de quienes no se conforman.

Establecido el punto de llegada, trabajemos duro, apuntalemos las pequeñas conquistas, revistamos de confianza nuestra dedicación pero, ante todo, CREAMOS EN ELLOS.